lunes, 5 de agosto de 2013

Anakefalaiosis. Segunda parte (y final).

"Estimo que los sufrimientos del presente no tienen proporción con la gloria que se ha de revelar en nosotros." (Rm. 8, 18)

Algún tiempo atrás discurrí en este espacio sobre el concepto de anakefalaiosis, vocablo griego, usado por San Ireneo de Lyon, para desarrollar la idea de la recapitulación de todas las cosas, de toda la Historia, de todo el pecado, en Cristo. En su sacrificio. Así pues, Cristo constituye la llave que une lo Antiguo y lo Nuevo, el nexo que reconcilia a la Creación con su Creador, tras el extravío del pecado iniciado por Adán.

Hablábamos de que dicha recapitulación se realiza día a día con la renovación del sacrificio redentor, y que sólo terminará cuando la Historia llegue a su fin. Por lo cuál no serán pocos los que se pregunten ¿en qué me afecta a mí en mi día a día? Más allá de la importancia de la Redención, pieza capital de la Fe, en el concepto de Anakefalaiosis, el hombre puede encontrar la esperanza, la promesa, la confianza de un final en el que todo el Mal será vencido y en el que las clásicas preguntas "¿de dónde venimos?", "¿adónde vamos?", "¿qué hacemos aquí?", hallarán una respuesta satisfactoria. Una esperanza de una vida eterna, en plena comunión con el Padre, con Cristo, con el Espíritu, en la que abandonaremos las penurias, las miserias de la condición humana.

Ello, nos permitirá contrastar la pesadumbre que produce el sufrimiento en nosotros, bien por nuestros pecados, bien por las circunstancias externas de nuestra vida, con la auténtica naturaleza humana, hecha no para penar, sufrir, pecar, si no para que habite en ella el auténtico Amor, la auténtica Libertad, el pleno Gozo de la comunión eterna con Dios Creador, con Dios Amor y Misericordia. La recapitulación final, no será más que caer en la cuenta.

domingo, 4 de agosto de 2013

Notar y hacer pausa



"Notando y haciendo pausa en los punctos que he sentido mayor consolación o desolación o mayor sentimiento espiritual." (Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, 62)

Hace relativamente poco, celebrábamos en rito romano la memoria de San Ignacio de Loyola, y dentro de sus reconocidísimos Ejercicios espirituales, que tanto bien han realizado para la Iglesia durante más de cuatro siglos, existen diversas normas, o métodos para alcanzar una mejor oración por el ejercitante.Una de ellas, en la que me quiero centrar hoy, es la que encabeza esta entrada. La pausa en la oración.

En un mundo de prisas, dónde todo es inmediato, y dónde la información fluye a la velocidad de la luz de Buenos Aires a Calcuta y de Toronto a Pretoria, hacer una llamada a la pausa puede ser un acto casi revolucionario, porque se realiza contra los dictados de nuestro mundo. Pero, dejando de un lado el mundo material y sus velocidades, también en el mundo interior de nuestro ser, en nuestra espiritualidad, quizás no acostumbramos a pausar. A detenernos. Muchas veces nuestra oración no es más que una amalgama de peticiones, gracias y sentimientos, soltadas apresuradamente, como quién se libera de una pesada carga dejándola caer. O incluso, ocasiones, nos limitamos a hacer una oración meramente discursiva, sin afecto, sin pasión. Contra esas actitudes en la oración, San Ignacio nos llama a sentir en profundidad, a pararnos y a "notar" la acción de Dios en nuestra oración.

Dice el Salmo 102: "Gustad y ved que bueno es el Señor". El punto 62 de los Ejercicios ignacianos no es más que una llamada a gustarnos de la acción de Cristo en nuestros corazones. Una llamada a buscar el paso de Dios por nosotros durante la oración, a reconocer su mano en nuestros sentimientos, en nuestras mociones del espíritu, por usar el término ignaciano.

Démonos esa oportunidad de hacernos notar a nosotros mismos que Dios nos habla, con tranquilidad, recreándonos en la íntima relación que vamos construyendo con nuestro Creador, disfrutando de los momentos compartidos.

lunes, 1 de julio de 2013

Anakefalaiosis. Primera parte.

"Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra." (Ef. 1, 10)

La pasada semana, el viernes, celebrábamos en el rito romano la memoria de San Ireneo de Lyon, obispo y mártir de la Fe, en el siglo II. Dentro de su amplia y trascendental doctrina, siempre he hallado especial consolación en el concepto de “anakefalaiosis”, término griego que viene a significar, resumen, recapitulación, dentro de mi limitadísimo conocimiento de la lengua.

Cristo recapitula en sí mismo, por su Encarnación toda la historia de la Salvación del hombre. El Antiguo y el Nuevo Testamento. Muchas veces oímos hablar del Dios del Antiguo Testamento y del Dios del Nuevo Testamento, como si fueran dos Dioses completamente distintos, entendiendo la Encarnación como ruptura, no como unión. Grave error. Dios es el mismo, el Dios de Abrán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios de Moisés, el Dios de San Juan Bautista y el Dios de nuestros días. El que es y el que era. Pero en la Encarnación de su Hijo se produce esa exaltación de la unidad en la historia de la Salvación, una suerte de reparación de los males cometidos hasta el momento que habían separado a Dios y los hombres. En palabras de San Ireneo, el cuál recoge la idea que San Pablo transmite en su carta a los Romanos, se produce la oposición entre Adán y Cristo, entre la obra del primero, que extendió el pecado por el mundo y rompió la existencia armónica del Paraíso, y la obra redentora de Cristo, por la cuál, el Redentor recapitula en sí toda la sangre derramada por todos los justos y por todos los profetas que existieron desde el inicio, restaurando así la existencia de la armonía en la relación de los hombres y Dios, situándose el mismo Jesucristo a la cabeza de la Iglesia, para continuar ésa obra de redención que aún no ha concluido, que se realiza día a día.

¿Cuándo concluirá? Evidentemente, con el fin de la historia. Cuando la comunión con el Padre será plena, y todos los hijos de Dios hayan sido reunidos en uno solo, como dice el Evangelista Juan. Y todo esto, ¿qué tiene que ver con mi día a día? Próximamente lo veremos.

miércoles, 26 de junio de 2013

Los signos de orientación


"Por tanto, estad en guardia, porque no sabéis el día ni la hora" (Mt, 25, 13)

Cuando se emprende un camino rara vez se hace a ciegas. Buscamos signos, puntos que nos orienten en nuestro andar, nos indiquen el camino correcto, y nos eviten las sendas por las que nos perdemos. Esos signos no nos determinan nuestro camino, al fin y al cabo, pero sí orientan nuestros pasos, nos señalan qué vereda nos conducirá a nuestro destino. Porque primero hemos de elegir destino, si no ¿cómo sabemos qué señales, que signos son los adecuados para nosotros? Sin un rumbo fijo, sin un destino en mente, solo vagabundearemos, perdiéndonos por las cientos de sendas y veredas que se nos ofrecen.

Sólo cuándo sabemos a dónde queremos ir, o dónde se nos quiere mandar, podremos emprender el camino para llegar hasta allí. Y es en ése momento posterior donde empezaremos a encontrar señales, signos, pequeños hitos que nos confirmarán o nos advertirán del camino que estamos realizando. Igual que esas pequeñas vieiras amarillas que nos indican el camino a Santiago, así nosotros hallaremos las indicaciones para nuestro camino. No esperes grandes señales, grandes artificios, como una estrella rutilante en el firmamento que como a aquellos magos, te guíe hasta el encuentro con el Salvador. Las más de las veces son palabras, gestos, coincidencias, sensaciones sutiles y casi escondidas, a las que solo haremos caso y reconoceremos como signos después del discernimiento en la oración.

De ahí la importancia de, primero, estar en vela, como las diez vírgenes, atentos, en guardia a la llegada de nuestro Señor, y segundo del examen diario. Poner a la luz de Cristo todo nuestro día, nos va a permitir hallarle en todas las cosas, y a todas las cosas en Él. Darnos cuenta como Dios se ha hecho presente en nuestro día a día y nos ha dejado signos de su presencia y de su voluntad para con nosotros.

Y una vez conocidos los signos, dejarnos guiar por ellos, hacer camino en la confianza de que llegaremos al encuentro con el Salvador, siguiendo sus propias indicaciones.

domingo, 23 de junio de 2013

La huida inicial

"El Señor dijo a Abrán: Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré." (Gn 12, 1)

El inicio fue un sentimiento de desarraigo. De que había para mí una tierra prometida que no conocía, un lugar dónde se me esperaba y dónde habitaría por años sin término. No sabía dónde estaba ése lugar, cómo era y cuándo llegaría yo a él. Pero tenía claro que me requería un desplazamiento, salir de mi tierra nativa, de la casa de mi padre.

Busqué. Mi historia me indicaba como probable otro sitio bien definido. Me perdí intentando buscar la forma de llegar a él definitivamente. Pero algo ya se movía, más allá de mi propio querer, y pese a todo, y aun teniendo posibilidades, no llegué a instalarme en él. Quería salir de mi tierra nativa, pero siempre tenía la justificación necesaria para no hacerlo. Un dicotomía entre lo que quería y lo que hacía se abría paso en mi historia, que me llevó a rechazar en no pocas ocasiones lo que yo pensaba que realmente quería, cuando había propiciado las circunstancias necesarias para que se me ofreciera la oportunidad de hacerlo.

Quizás ese fue el punto inicial. El momento en el que comprendí que la salida se iba a producir más tarde o temprano, pero no cuándo yo pusiera los medios, si no cuando una fuerza superior, que más tarde reconocería como Dios, aunque por aquel entonces no, quisiera que sucediera. Me abandoné al destino, aún sin saberlo y sin hacerlo conscientemente me dejé en las manos de Dios. Y justo en ése momento, le descubrí. Dios se hizo presente en mi camino, en mi historia, se reveló y mi respuesta no fue otra que fiat, hágase, permanecí en el abandono a Dios y su voluntad. Ahora de forma consciente. 

Aún así reconozco ahora que el abandono que yo creía, no era, ni es todavía hoy, total. Mis deseos siguen condicionando en buena medida la visión que de la auténtica voluntad divina tengo. Así pues en aquel tiempo inicial, aun abandonado, tenía unos planes muy concretos sobre salir de mi tierra nativa. Pero ¿me había pedido el Dios de Abrán abandonarla?

viernes, 21 de junio de 2013

Adentrarse en Dios


"Al sumergir mi pensamiento en la consideración de la divina bondad, que es como un mar sin fondo ni litoral, no me siento digno de su inmensidad" (Carta de San Luis Gonzaga a su madre)

No soy digno de que entres en mi casa. En cada Eucaristía, cuando más cerca estamos que Dios mismo entre en nosotros, lo repetimos con el centurión. No soy digno. Como el hijo pródigo, nos postramos ante el Padre y decimos, no merezco más que trabajar con tus porquerizos.

Somos conscientes de nuestro pecado, de nuestra falta de amor a Dios, de cómo el centro de nuestro Universo sigue siendo nuestro propio Ser, nuestros propios intereses, nuestros objetivos y quereres. Y aun siendo conscientes de ello, con pleno conocimiento de nuestra falta, lo que nos aterra no es lo que hayamos hecho, si no el saber que Dios lo conoce. Cómo cuando al fallar a un amigo el momento más temido es que él se entere de nuestra falta, y reaccione abandonándonos. El hombre, después de todo, lo que más teme es el abandono de Dios, que, de nuevo, seamos expulsados del Paraíso por nuestra falta de confianza en el Señor.

Pero el miedo es infundado. Dios, el amigo que nunca falla, jamás, por terrible que haya sido tu falta dejará de amarte, y perdonártela, si tu arrepentimiento es sincero. Si tu propósito es la enmienda. Tus pecados están perdonados, vete y no vuelvas a pecar. ¿Qué necesidad de perdón tendríamos si este fuera gratuito?¿Algo que se obtiene simplemente pidiéndolo? Sería algo vacío. No, el auténtico perdón es el que, no queriendo ahondar en el mal cometido, te exige que no vuelvas a cometerlo. Aunque la propia debilidad te haga caer de nuevo, más tarde.

Y ése temor es el que subyace cuándo conscientes de nuestra propia naturaleza, decimos, no soy digno. Como el centurión, queremos que Jesús actúe, que sane lo enfermo de nuestra casa. Pero muchas veces no consentimos, por esos falsos escrúpulos que nos corroen, que Cristo entre en plenitud en nuestra casa. Y Él lo respeta. Tanto es Su Amor, que, si le decimos “no entres en mi casa”, Él no lo hace. Tanta la Libertad concedida que incluso al negarle la entrada al mismo Dios a nuestro hogar, Él no entra.

Pero claro está, al final somos nosotros, los que irremediablemente, y como en la Comunión, nos acercamos a Cristo, y abrimos de par en par nuestra casa, nuestro corazón, nuestro Ser para que entre y no sane solo las partes enfermas, si no que, además, nos restaure en la Salud por siempre.

miércoles, 19 de junio de 2013

Non nobis, Domine, non nobis

"En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas" (Jn. 1:1-3).

Al principio fue Dios. Y el deseo de hacer camino. Y de salir corriendo sin mirar atrás, el buscar un sitio dónde ser una nueva persona. Renacer a una nueva vida, y que la anterior muriera, se convirtiera en un soplo de cenizas al viento.

Anduve, caminé. Y sigo en ello, por toda una vida. Hasta que el caminante se convierta en camino por el que otros transiten. Hacer caso de Pedro y dejar que sea otro el que te ciña. 

El camino no tiene por qué ser largo. O abrupto. O difícil. Pero sí te puedo asegurar que estará lleno de baches, tropezones, ampollas, cansancio. Y felicidad, encuentro, sorpresas, vida. Todo dependerá del guía que tomes, del mapa que sigas, de qué indicaciones obedezcas. De si pretendes atajar, vadear las partes que menos te gustan, menos te interesan. En resumidas cuentas todo depende de ti, de tu libertad. Porque es el  más precioso don que nos dieron a los hombres -amigo Sancho-, la libertad. Nos fue dada, cuidado. Dada en el Amor del Padre, del Creador a su criatura. No es un derecho adquirido, algo que reclamar, algo que arrojar al prójimo, una valla que levantar frente a los demás. Soy libre, no invadas mi libertad. No hay mayor libertad que dejarse invadir, dejar que sea otro el que tome posesión de lo nuestro y vivirlo, construirlo, juntos.

Libres de caminar, libres de pararse. Libres para pasar de largo, o para detenerse y ayudar. Libres para elegir el Amor, y para elegir el odio. Libres porque somos amados. 

Y ésa es la Verdad que nos hace libres. Sabernos amados en todo momento, por nuestro Padre que está en el cielo. No pactes a la baja con verdades tipo Wikileaks, verdades de almacenar datos, verdades de poder enfrentarse contra el enemigo terreno, verdades para los hombres, para sus intereses, para sus egoísmos.

Al final será también Dios. Su Verdad, Su Libertad, Su Amor. Alfa y Omega.