"Al sumergir mi
pensamiento en la consideración de la divina bondad, que es como un mar sin
fondo ni litoral, no me siento digno de su inmensidad" (Carta de San
Luis Gonzaga a su madre)
No soy digno de que entres en mi casa. En cada
Eucaristía, cuando más cerca estamos que Dios mismo entre en nosotros, lo
repetimos con el centurión. No soy digno. Como el hijo pródigo, nos postramos
ante el Padre y decimos, no merezco más que trabajar con tus porquerizos.
Somos
conscientes de nuestro pecado, de nuestra falta de amor a Dios, de cómo el
centro de nuestro Universo sigue siendo nuestro propio Ser, nuestros propios
intereses, nuestros objetivos y quereres. Y aun siendo conscientes de ello, con
pleno conocimiento de nuestra falta, lo que nos aterra no es lo que hayamos
hecho, si no el saber que Dios lo conoce. Cómo cuando al fallar a un amigo el
momento más temido es que él se entere de nuestra falta, y reaccione
abandonándonos. El hombre, después de todo, lo que más teme es el abandono de
Dios, que, de nuevo, seamos expulsados del Paraíso por nuestra falta de
confianza en el Señor.
Pero el miedo es
infundado. Dios, el amigo que nunca falla, jamás, por terrible que haya sido tu
falta dejará de amarte, y perdonártela, si tu arrepentimiento es sincero. Si tu
propósito es la enmienda. Tus pecados están perdonados, vete y no vuelvas a pecar.
¿Qué necesidad de perdón tendríamos si este fuera gratuito?¿Algo que se obtiene
simplemente pidiéndolo? Sería algo vacío. No, el auténtico perdón es el que, no
queriendo ahondar en el mal cometido, te exige que no vuelvas a cometerlo.
Aunque la propia debilidad te haga caer de nuevo, más tarde.
Y ése temor es
el que subyace cuándo conscientes de nuestra propia naturaleza, decimos, no soy
digno. Como el centurión, queremos que Jesús actúe, que sane lo enfermo de
nuestra casa. Pero muchas veces no consentimos, por esos falsos escrúpulos que
nos corroen, que Cristo entre en plenitud en nuestra casa. Y Él lo respeta.
Tanto es Su Amor, que, si le decimos “no entres en mi casa”, Él no lo hace.
Tanta la Libertad concedida que incluso al negarle la entrada al mismo Dios a
nuestro hogar, Él no entra.
Pero claro está,
al final somos nosotros, los que irremediablemente, y como en la Comunión, nos
acercamos a Cristo, y abrimos de par en par nuestra casa, nuestro corazón,
nuestro Ser para que entre y no sane solo las partes enfermas, si no que,
además, nos restaure en la Salud por siempre.
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