viernes, 21 de junio de 2013

Adentrarse en Dios


"Al sumergir mi pensamiento en la consideración de la divina bondad, que es como un mar sin fondo ni litoral, no me siento digno de su inmensidad" (Carta de San Luis Gonzaga a su madre)

No soy digno de que entres en mi casa. En cada Eucaristía, cuando más cerca estamos que Dios mismo entre en nosotros, lo repetimos con el centurión. No soy digno. Como el hijo pródigo, nos postramos ante el Padre y decimos, no merezco más que trabajar con tus porquerizos.

Somos conscientes de nuestro pecado, de nuestra falta de amor a Dios, de cómo el centro de nuestro Universo sigue siendo nuestro propio Ser, nuestros propios intereses, nuestros objetivos y quereres. Y aun siendo conscientes de ello, con pleno conocimiento de nuestra falta, lo que nos aterra no es lo que hayamos hecho, si no el saber que Dios lo conoce. Cómo cuando al fallar a un amigo el momento más temido es que él se entere de nuestra falta, y reaccione abandonándonos. El hombre, después de todo, lo que más teme es el abandono de Dios, que, de nuevo, seamos expulsados del Paraíso por nuestra falta de confianza en el Señor.

Pero el miedo es infundado. Dios, el amigo que nunca falla, jamás, por terrible que haya sido tu falta dejará de amarte, y perdonártela, si tu arrepentimiento es sincero. Si tu propósito es la enmienda. Tus pecados están perdonados, vete y no vuelvas a pecar. ¿Qué necesidad de perdón tendríamos si este fuera gratuito?¿Algo que se obtiene simplemente pidiéndolo? Sería algo vacío. No, el auténtico perdón es el que, no queriendo ahondar en el mal cometido, te exige que no vuelvas a cometerlo. Aunque la propia debilidad te haga caer de nuevo, más tarde.

Y ése temor es el que subyace cuándo conscientes de nuestra propia naturaleza, decimos, no soy digno. Como el centurión, queremos que Jesús actúe, que sane lo enfermo de nuestra casa. Pero muchas veces no consentimos, por esos falsos escrúpulos que nos corroen, que Cristo entre en plenitud en nuestra casa. Y Él lo respeta. Tanto es Su Amor, que, si le decimos “no entres en mi casa”, Él no lo hace. Tanta la Libertad concedida que incluso al negarle la entrada al mismo Dios a nuestro hogar, Él no entra.

Pero claro está, al final somos nosotros, los que irremediablemente, y como en la Comunión, nos acercamos a Cristo, y abrimos de par en par nuestra casa, nuestro corazón, nuestro Ser para que entre y no sane solo las partes enfermas, si no que, además, nos restaure en la Salud por siempre.

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